SABADO EX Distrito Federal. Pasé de largo el desayuno, apenas con un par de Nespressos en la panza. Alcancé la hora oficial de la comida y tampoco probé bocado. A las 5 de la tarde empezaba a verle cara de quesadilla de papa a mi compañera. Pasamos por un Burger King. Justo en frente: un lugar para aparcar. Hacía unos días Burgerman había anunciado una nueva burger monstruo en su blog. El universo confabulaba para que pusiera un pie nuevamente en un establecimiento como éste, luego de varios años de ausencia.
Hace décadas, cuando Tom Boy era la mejor opción en el país y Burger Boy hacia sus pininos, recuerdo que celebraba ir a comer una burger a esos sitios. Eran otros tiempos y otras edades, pero también los escenarios eran lustrosos. Había limpieza, fluía la energía y hasta te sentías classy. Estacionabas el coche y te bajabas con aire farolero a pedir tu burger con papas blandengues y tu malteada (lo mejor de todo)
A mediados de los 80’s llegaron las Mac y uno pensaba que lo anterior era basura y que ahora sí íbamos a comer las verdaderas burgers gringas. Se le unió Burger King a tiempo para establecer rivalidad y robarle mercado. Y no sé si fueron mis nervios o las burgers –las de todos- fueron de mal en peor -o siempre fueron una bazofia y mi paladar nunca se dio cuenta- porque comenzaron a caer y caer y caer hasta lo que encontré ahora.
El Burger King de Universidad, frente a la Comer de Pilares, es bastante penumbroso, tal vez hasta sórdido. La gente se forma en fila con la misma actitud abatida con la que compran un ticket del metro. Siempre hay algunos idiotas en grupo que no deciden que pedir y frenan el tráfico -hasta 10 minutos- de una faena que no toma más de 3. Luego pasas a la zona de “entrega” en la que te dan la charola o la bolsa, si es pa’ llevar. Adentro un gordito con los pantalones apenas calzándole, y la playera sucia por los errores de la batalla, se mueve de aquí pa ´lla. Hay un ambientillo como de oficina pública en estas unidades, que no logro describir bien. Entre que recibes tu charola, y, como pelón de hospicio, te vas a tragar al rincón; y en donde todas las mesas parecen participar del mismo agobio; o te sientas solo y te sirves chesco sin gas hasta que estallas, o hasta que tu palladar protesta encabronado; el “feeling” que priva –por momentos- parece de losers; metido en un ritmo tan automático y sombrío que no parece haber lugar para entusiasmos.
Pedimos tres cosas, una de ellas una burger con queso empanizado. Es grande pero el tamaño aquí nunca ha sido indicio de buen sabor. La carne sabía a grasa rancia, sin una rica textura; con un molido tan fino que podría pensarse que le hubiesen podido meter cualquier cosa a esa “patty” plasticosa, que se dobla al ser sobre cocinada a la plancha. El pan parecía el mismo que había ensayado hacia una década, suave, dulzón, sin mayores aptitudes; pero que, al final de todo, es lo que termina sabiendo. Me explico: la segunda burger, como lo ven en la foto, es una vergüenza de carne montada sobre un bollo más chico; cuando la cierras la “patty” es tan pequeña que no alcanza a abrazar la superficie del pan, y por fuera solo se ve pan sobre pan, y quizá el rabo de una lechuga descolorida.
A pesar del hambre recurrí a componerla un poco, abusando de la mayonesa, la mostaza y la catsup, para neutralizar –o percibir lo menos posible- el sabor de ese pedazo de carne ennegrecida que en las fotos parece “black angus” y en la sombría silla (a la que le limpiaste las moronas del anterior dueño) que ocupas, parece carne pa’ hacer croquetas de perro. Perdón…¡así es!
La tercera pieza era la misma gata nomas que revolcada. Un pan alargado con dos cartones (digo: carnes) que mostraban los mismos principios y los mismos sabores.
De las papas hay poco qué hablar. Sabemos que son hechas con harina especial y formaditas como tripillas; fritas en un aceite que soporta mil calentones y entregadas todas despeinadas en un cucurucho. Cuando la papa cruje, mejora un poco la impresión en la boca; pero si la llevas a la oficina y la bajas de la bolsa, su extrema “blandengues” es bien grosera.
La ingesta, por la que pagué apenas 200 y cacho de pesos, me produjo un circo con fuegos pirotécnicos en mis pobres tripas. No me sentí bien al terminar, y no me fue bien en toda la noche. Y la pregunta obligada es: ¿Qué carajos estamos comiendo en estos sitios?
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