
El restaurante lleno. El pasaje se interna en esa estirada galería que guarda al comedor, persiguiendo una experiencia. Turistas a los que mandó el concierge, familias, una pareja desafinada y algunos altos ejecutivos . A la 1 PM, cuando llegamos, no había nadie; pero a las 2.20 PM, sólo sobra una mesa. Es el día después de la fiesta que encumbra a Quintonil entre los primeros sitios -de la segunda decena- que promete enlistar a los mejores restaurantes del mundo -y con la que no comulgamos- pero esa es otra historia.
Hace más de dos años que no me acomodo en estas mesas. Hay cambios en la escena. Sigue siendo un lugar austero, ajeno al lujo pero con mejor pinta. La luz natural se niega al recinto, porque el techo retráctil de la terraza se cierra, y entonces las lámparas adecúan una penumbra medio elegante, pero al fin penumbra. Las conversaciones se entrecruzan; la intimidad también se restringe. El servicio se advierte tenso, y, quizá en algún caso, hasta con un toque discreto de arrogancia. Luego todos ellos se aprecian muy cordiales, pero se les olvidan cosas, detalles, códigos de protocolo al atender una mesa; formas que acentúan el contexto de la experiencia en un sitio; o simplemente la amenoran.
Cuando reviso el menú sobresalen 3 o 4 platos que ensayé en otra época. Pareciera que no hubiese pasado el tiempo, que la propuesta en meses se moviera lentamente obligada por los condicionamientos que impone el éxito mediático; por la inmovilidad que suele motivar un planteamiento encerrado en una idea –léase: perseguir dónde y cómo motivar la evolución de la gastronomía mexicana, o cómo conceptualizar nuevos platos para mantener el lugar en boga-. Pero todo esto ocasiona un proceso de vasallaje a una tendencia que limita, que obliga y a veces castiga; e imagino que también infunde dudas y miedo a equivocarse; a no gustar; a no destacar como se esperaría del líder de un movimiento.

Saltamos el menú degustación (1300p x 9 platos/ 2425p con maridaje) para no someternos a la cadencia y los ritos de la cocina. Terminamos ordenando 7 platos. En un día solamente nos ponemos al tanto de la oferta en Quintonil. (Tiene una lista de vinos y licores ambiciosa en precio y contenido, aunque siempre hay unas cuantas botellas de precios más accesibles).
PLATOS
Llega un ceviche helado de mango adornado con recados procedentes “de la huerta” del restaurante. Se sirve en una copa para cucharear. La idea es preparar al paladar para recibir el impacto completo de los platos seleccionados; pero es demasiado frío y ácido como entrada, y pésimo acompañante de un tequila. Lo dejo a la mitad, como mis vecinas de la mesa de enfrente. En su lugar, prefiero atacar una tortilla azul y embarrarle un poco de frijoles apenas aromatizados con hoja santa. No destacan mucho y a la tortilla, -luego de la experiencia que vivimos antier en Nicos– le falta carácter y textura. La salsa es lo mejor. No pica y la arriman al centro como para agradar al turista. Extraño la rusticidad y la nobleza que resultan de un pleito sobre el molcajete.

Ordenamos cinco entradas y dos fuertes. Cuando se asiste a un restaurante como Quintonil, la concurrencia obliga al comensal a prestar atención a lo que compra, de otra manera, la experiencia se malgasta fácilmente. Como cuando unos vecinos de mesa, quienes, como nosotros, ordenan la ensalada de nopales, van pinchando de uno en uno los cuadros de las carnes verdes encurtidas, sin ensayar el combinarlo todo, y llevarlo a la boca junto para encausar los sabores que buscaba entregar el chef. A mí, la textura crocante que le infiltran al nopal, me reconcilia con el cactus, pero mi compañera extraña el sabor esencial de la hoja. “Una expresión demasiado sutil” -diría más tarde. Y bueno…en gustos…

El tamal de frijol y hoja santa en amarillo entrega una masa muy fina, de la que me puedo quejar, pero a la que me adapto, sin echar de menos un amarillo de más potencia que revista todo el contexto. Es un plato rico, pero débil, al final. Le he probado mejores tamales.

Lo mismo pasa con el salbute con huitlacoche nixtamalizado en mantequilla avellanada, miel de agave y polvo de chile mije. Suena estupendo pero la masa se pierde, le falta estructura y se siente blanda, poco sazonada ante el ataque del relleno que obliga a la lengua a centrarse sobre los sabores dulces de los granos bien amalgamados al “hongo”.

La crema de queso de hebra con chochoyotes de plátano macho, es sensacional. Le aprecias todo y las bolitas del fruto van elaborando contrastes a medida que avanzas. Otro plato

fascinante es la tostada de salpicón de centolla con mayonesa de chile habanero. Desde la textura y el sabor de la tostada, pasando por los recados que la sazonan; hasta el timbal de centolla -jugoso y compacto-, que debes montar en la corteza, generan un ejercicio divertido y suntuoso; simple y cordial.

Le hemos probado los chilacayotes y el arroz verde con huevo perfecto, y siempre nos parecieron excelsos, de ahí que no salgan luego de años. El jurel con costra de chile chipotle es un plato de pocas consecuencias. Es la pesca del día que, si bien hilvana sabores adecuados, no sorprende, no se aproxima ni cercanamente a las virtudes que pueden sentirse en una papada de cerdo perfumada en recado negro de cacao, entregado con vegetales fermentados y cebollas en confit. Un plato cuya larga descripción entrega resultados inmediatos, en todo.


La experiencia finaliza con un flan de queso bola de Ocosingo muy agradecido y unos complementos en que incluyen un buñuelo poco agraciado, acompañado de café de olla, bien templado.
Si hubiese venido a buscar al gran campeón al que todos felicitan hoy, y al que todos alaban como el mejor sitio de México, seguramente me hubiera ido desencantado. Conocí a Jorge Vallejo cuando cocinaba en Diana (St. Regis) y sus platos me transportaron inmediatamente. Le hablé a Enrique Olvera para comunicarle la gran experiencia que había tenido en esa cocina. “Trabajamos juntos”, me contestó, y agregó: “tiene mucho talento”. Luego crearon su grupo, y sus premios y esas cosas.

Quintonil es un buen lugar. No puedes comer mal aquí, porque lo que se nota en cada plato es un cálculo milimétrico de acciones y reacciones elocuentes para envolver al paladar; es decir: Vallejo es un cocinero que produce poco -comparativamente con otros cocineros más creativos- pero que en cada plato deja el alma. Es un amante de los contrastes -a los que que maneja con gran armonía-, y de las impresiones insertadas justo a tiempo. En un restaurante así, es difícil tener una experiencia amarga; pero al mismo tiempo, sentimos que el chef está maniatado por el peso de sus responsabilidades como figura pública, como chef mediático. Y los cambios, la evolución que se percibe hoy en el restaurante, es magra en la boca. Existe, subrayo, pero es magra. Nos da la impresión que si el chef se olvidara de los vínculos que lo atan a su propio éxito, y se dedicara a cocinar más libremente; más laxamente, como hace años, su crecimiento sería acelerado. Le queda mucho camino y mucho fogón; pero mientras tanto, para nosotros, para GOURMAND, Quintonil ofrece una experiencia agradable, interesante y muchas veces muy rica: nada más.
César Calderón
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